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Enseguida me pidió que me tumbara en una amplia camilla de sólida madera. Las dedos de Anny parecían de madera en el ascenso por la espalda y de puro acero cuando hurgaban en las inserciones nudosas de la escápula. Cuando ya estaba dispuesto y embozado en un albornoz, apareció Anny en la penumbra de la sala, una figura alada que me lavó los pies con unción, como Jesucristo a sus discípulos.

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